"Cuando era niño, en Antofagasta, mi madre trabajaba con un informático que de vez en cuando me pasaba disquets (y luego CDs) con juegos flash para que me entretuviese en el computador del living comedor. Los juegos eran bastante simples, muy indie. Recuerdo uno de plataformas con un MIDI de Imagine de los Beatles de fondo: un monito de palo corría entre nubes, sólo había que no caerse, saltando entre líneas rojas. Pocas veces me llamaron más la atención que el Paint, aunque en una ocasión encontré algo en uno de ellos que vino a quedarse en mi memoria para siempre.

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Entre los ya repetidos, aburridos juegos, había una carpeta llamada “Nueva carpeta”, cuyo interior guardaba un archivo de video sin nombre. Esa sería mi primera exposición al porno. Tenía entonces 10 u 11 años, jamás había sentido el morbo, nunca me había masturbado, habiendo tenido solo esas exploraciones inocentes, naturales, de la infancia, no podía siquiera imaginar que existía algo así. 

 

Al abrir el video supe inmediatamente que me encontraba frente a algo prohibido, tal vez incluso macabro, demoníaco. En el pequeño reproductor de video se veía una sala de cine con poco público. En primer plano, en una hilera vacía, una pareja que veía la película se empezaba a besar bajo la mirada de hombres y mujeres en los asientos de atrás, a quienes muy pronto dejaba de interesarles la película. Uno de ellos empezaba a masturbarse mientras la mujer de enfrente bajaba, entre la camisa abierta del hombre que la acompañaba, y empezaba a chuparle el pene, grande y peludo. La mujer se abría su camisa y se tocaba las tetas, también grandes, de silicona. Era demasiado. A pesar de no entender, podía sentir algo, aunque no sabía bien qué era, ¿Miedo, asco, shock… excitación?

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Escondí el disquets. De mi familia, de mí mismo, incluso de Dios. Claramente el video no era para mí, era un error que yo lo tuviera. Era para mí un tesoro prohibido, tal vez maldito, contenía toda la maldad del mundo y aún así - y tal vez por eso - me llamaba. Era mío, mi primer secreto, el más íntimo, el más oscuro.

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Pasarían semanas antes de verlo de nuevo, y meses antes de poder verlo completo. Cada vez que lo recordaba, abría la carpeta y me adentraba unos pocos segundos más en aquel mundo oscuro y rojizo, granuloso, pixelado, sintiendo más y más el placer de enfrentarme a lo prohibido, de ir en contra de Dios, de pecar, cada vez una nueva acción que hacía avanzar la orgía que se iba armando, hasta no poder más y cerrar avergonzado (¿arrepentido?) el pequeño reproductor, que nunca me atreví a poner en pantalla completa.

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Tiempo después pude verlo entero: todo el cine se unía a la orgía, todes se miraban, se tocaban, se cambiaban de asiento, de pareja, de trío, de agujeros. Yo aún no sabía lo que era la eyaculación, no conocía la masturbación y ni siquiera se me ocurría hacerlo mirando el video. La excitación ocurría en realidad en mi corazón, en el hecho de estar haciendo algo malo, prohibido, de tener un secreto oscuro, de revelarme contra el niño bueno que era, el acólito, el creyente fervoroso.

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No recuerdo haber perdido el disquets, un día, simplemente, desapareció. El hecho se volvió un recuerdo difuso, tal vez un sueño. Hasta que pude recordarlo en una conversación, ya de grande. Entonces busqué esa porno pero no pude encontrarla. Lo que sí supe era que el video existía, que sí lo había visto y que me había marcado. Tal vez por eso hoy me excita el peligro, me erotizan los lugares públicos, la exhibición y el voyeurismo.